Reporte Sudamérica 2018

Uruguay

Patricio Tapia

Mayo 27.2018

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Junto al mar 

Aunque hay distintas versiones sobre su real altitud –una discusión algo pálida en un país plano, de suaves laderas como lo es Uruguay– podemos quedarnos con la más moderada. El cerro Pan de Azúcar, enfrentando a la bahía de Maldonado, es una de las mayores alturas de Uruguay y alcanza casi los cuatrocientos metros sobre el nivel del Atlántico. Sí, un pequeño cerro de granito coronado por una cruz hecha de concreto y fierro que se eleva treinta y cinco metros más arriba, un centinela corroído por la sal que traen las brisas marinas.

Desde la carretera que lleva hacia el siempre de moda balneario de Punta del Este, el cerro y su cruz se ven con facilidad a mano derecha. Impregnado de vegetación, muestra manchones blancos de granito, mientras que sobre sus laderas se extienden viñedos que la familia Bouza, gallegos llegados a las costas orientales de Uruguay hacia 1955, ha plantado con parras de merlot, pinot y riesling.

Viñedos de Pan de Azúcar

Estamos a apenas unos tres kilómetros del mar y las brisas atlánticas se sienten con fuerza, transformadas en vientos frescos, húmedos y salinos que se cuelan entre las parras, plantadas en 2010. No es la primera vez que una bodega en Uruguay planta con el mar a la vista. En un país marcado por las fuerzas del Atlántico, mezcladas con las aguas turbias del Río de la Plata, el mar siempre ha sido una constante en su viticultura. Pero una cosa es plantar cerca del agua y otra muy distinta es que esa influencia se sienta en sus vinos.

Viñedo de los Vientos, la bodega de la familia Fallabrino en las afueras del pueblo de Atlántida, en el Departamento de Canelones, ha venido abriendo un camino desde los 90. Han abierto las puertas del mar, dejando que esas brisas influyan directamente en sus vinos, y no importa que se trate de sus blancos (entre los mejores de Sudamérica) o sus tintos hechos con la fiera y tánica tannat. En el catálogo de Viñedo de los Vientos, la influencia atlántica siempre ha estado presente.

Y también ha estado presente, ya entrado el nuevo milenio, en bodegas como Alto de la Ballena, Bracco Bosca, Sierra Oriental y, por cierto, Garzón, una de las apuestas más ambiciosas de las que se tengan noticias en Sudamérica. Uruguay mira hacia el mar.

Pero pongamos el asunto en su contexto. Algo más lejos del Atlántico, aunque con su influencia siempre presente a través del Río de la Plata, Canelones ha sido la base de los mejores vinos uruguayos. Si hay que buscar un lugar en específico, diríamos que Las Violetas y sus suelos de cal y arcillas han sido la superficie perfecta para que el tánico y austero tannat haya dado tan buenos vinos. Ese es el origen, tal como en el Valle del Maipo en Chile se dan muy buenos tintos o en la tradicional zona de Luján de Cuyo se dan tan buenos malbec.

Tanto Maipo como Luján y Canelones han sido fundamentales para establecer la reputación de estos países como productores de vinos, pero tal como en Argentina o en Chile, la curiosidad y la ambición por obtener nuevos sabores y por explorar su propio territorio los ha llevado a plantar donde nunca antes se había hecho. Gualtallary en Argentina, Leyda en Chile o Garzón en Uruguay son ejemplos claros de esto.

En Garzón, la placa calcárea que domina en Canelones es reemplazada por granito moldeado en forma de suaves colinas con distintas exposiciones al sol, detalle que los productores como Bodegas Garzón o Deicas han aprovechado para darle diversidad a sus mezclas. Las 220 hectáreas que, por ejemplo, Bodegas Garzón tiene plantadas sobre esas colinas, están subdivididas en decenas de micro viñedos, a un promedio de 0.2 hectáreas. De las 35 hectáreas que ellos tienen plantadas con albariño, un total de tres parcelas (una hectárea en total) son las que van para su Single Vineyard, hoy uno de los mejores blancos en Uruguay, todas mirando hacia el este, recibiendo las brisas marinas, distante a unos 15 kilómetros. El impacto de esa influencia fresca es determinante y para nosotros en Descorchados, fue la razón por la que este año nos pareció el mejor blanco de la guía, en su cosecha 2017.

El mejor tinto también viene de Garzón, esta vez de viñedos que explota la familia Deicas –una de las fuerzas más rotundas en la escena moderna de vinos uruguaya– a unos 25 kilómetros del mar. Deicas Valle de los Manantiales 2016 es un tannat cien por cien que nace en suelos graníticos, lo que parece de cierta forma calmar su textura o, al menos, dejar algo de lado esa severidad de los taninos del tannat que crece en los suelos calcáreos de Las Violetas. Pero también está la fruta que es fresca y viva y energética que lo convierte, al menos en apariencia, en un tino para beberlo fácil. Pero no se equivoquen, aquí hay muchas capas, mucho donde fijarse. Un tinto marino que muestra una nueva etapa en Uruguay y también en el tannat.

Disfraces

Sobre esta nueva etapa, ya hemos hablado bastante en anteriores ediciones de la guía, pero a propósito de la última versión de Don Próspero Tannat Maceración Carbónica (ya van 18 cosechas de este clásico) nos gustaría insistir en algo que este vino inauguró allá por el año 2000 y que, en su momento, fue polémico: la idea de que el tannat no necesariamente –o, al menos no únicamente– tiene que ser ese tinto seriote, inmenso, con taninos que asustan; algo así como la propia versión de sagrantino mirando al Atlántico.

En su momento aplaudimos la iniciativa y año tras año nos ha interesado conocer si otros productores podrían también experimentar con la cepa. Y en eso hemos visto dos caminos. El primero, y que afortunadamente ya desaparece, fue esconder las características del tannat, disfrazarlo de madera, llenarlo de madurez en un intento de hacerlo más “comercial”, sea lo que sea que eso signifique, una suerte de imitación del malbec que, por esos años (hace ya diez) triunfaba con sus sabores dulces y saturados. Nada más difícil que hacer que el rudo y tánico tannat se parezca al suave y meloso malbec.

El segundo, más arriesgado y difícil, fue trabajar el viñedo y la madurez de las frutas para obtener –con muy buena materia prima– tannat menos cargados, más frutales, con mayor acento en la acidez que en el dulzor y con un control mucho más exhaustivo sobre el uso de la madera nueva. Por fortuna, este camino en Uruguay (como en muchas partes en el mundo, la verdad) es el que va ganando más terreno, lo que nos ha permitido descubrir una nueva faceta del tannat, una suerte de lado oculto frutal, enérgico, refrescante, sobre todo. Y sí, mantiene ese lado tánico que no corresponde precisamente a una cepa que se asimile con mucha facilidad, pero qué le vamos a hacer. La uva es así. Y ocultarla con disfraces es lo peor que un país productor puede hacer con su cepa emblema.