Mauricio González

Pasado y futuro en Yumbel

Cristóbal Fredes

Febrero 12.2019

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El enólogo Mauricio González (38) podría pasar por un habitante rural más de Yumbel, una pequeña comuna al norte del río Biobío. Se sabe algunas historias de la zona, se lleva bien con los vecinos, sale a andar a caballo regularmente e incluso habla con un dejo levemente campesino.

Entre las historias que se sabe está la de la figura de San Sebastián, responsable de que se celebre en Yumbel una de las fiestas religiosas más famosas del sur. La figura llegó a mediados del siglo XVII a Yumbel provisionalmente pues su destino era la ciudad de Chillán. Pero los avatares de la Guerra de Arauco, cuyo frente estaba en la zona, la fueron dejando acá. Algo pasaba cada vez que intentaron llevársela.

“Le gustaba Yumbel y nunca se fue”, dice González. Y su frase quizá algún día sirva para describirlo también a él, que lleva unos pocos años aquí, pero se fascinó con el lugar y tiene pinta de que nadie lo mueve de acá.

Mauricio González

Hasta 2015 este agrónomo y enólogo egresado de la PUC estaba en la industria moderna del vino. Estuvo una década trabajando principalmente como viticultor. Pasó por Garcés Silva en Leyda, Altos Las Hormigas en Mendoza y Luis Felipe Edwards en Colchagua. En el trayecto el personaje que más lo influyó fue el consultor en suelo Pedro Parra; fue él quien primero le habló de que era buena idea mirar hacia los olvidados viñedos del sur, de parras centenarias cultivadas sin riego. González no estaba particularmente familiarizado con ese mundo. Su familia es de Talca hacia la cordillera, así es que su único recuerdo de vinos populares eran los que se hacían con uva de parrones en esa zona.

Pero hoy esas parras centenarias del sur, esos viñedos plantados en cabeza en los lomajes de la Cordillera de la Costa, esas bodegas con viejos lagares de raulí donde la modernidad nunca llegó, son totalmente su mundo. Son los vinos que toma, los que celebra, los que hace.

Y el emprendimiento que tiene junto a su mujer, Vitivinícola Estación Yumbel, es uno de los puntales de la escena de nuevos vinos campesinos, un grupo de bodegas que reivindican la forma en que se vinificaba antiguamente en Chile, y ponen en botella un vino que hasta hace poco no conocía otro destino que las garrafas, los bidones y el granel. Son productores instalados principalmente en los valles sureños de Itata y Biobío, donde los españoles plantaron vides de país y moscatel siglos antes de la irrupción de la viticultura francesa en Maipo. Algunos compañeros de escena están cerca: Manuel Moraga (Cacique Maravilla), en la misma comuna, y Roberto Henríquez, cruzando el Biobío.

Mauricio González y su mujer y socia en Vitivinícola Estación Yumbel, Daniela Tapia

Y como estos son vinos que se hacen naturalmente —de uvas fermentadas en sus propias levaduras, con nada o muy poco sulfuroso— hay una confluencia entre esta escena y la de vinos naturales, que es mundial, que está de moda y que impulsa todo un mercado.

Esto explica en parte que este último par de años lleguen a su pequeña casa en Yumbel importadores de Inglaterra, EEUU o Brasil y que estén vendiendo a buen precio, en promedio a 70 dólares la caja de 12 botellas. También llegan críticos del primer mundo y periodistas. Aunque ninguna visita tan curiosa como la del ex-tenista Fernando González, quien llegó al silencioso Yumbel acompañando a un amigo importador de Miami.

El interés por Estación Yumbel es por sus vinos de uvas país —de esos jugosos que se beben rápido—, pero también por su moscatel y, últimamente, por el más novedoso del breve catálogo, un malbec injertado en parras de país que recién el 2018 tuvo su primera vendimia comercial y que prácticamente se agotó. La anterior cosecha la habían bebido ellos mismos y sus visitas. “Tomamos mucho vino”, dice González una calurosa tarde de verano con una copa de país frío en la mano.

Son todavía una bodega pequeña, que produce unas 10 mil botellas por temporada (esperan llegar 15 mil este año) y donde González y su mujer hacen prácticamente todo solos.  Ella es Daniela Tapia (34), con la que llevan diez años y tienen un hijo de cuatro. Daniela es una ingeniera que, tras un par de empleos, se independizó y creó una cafetería en el barrio Italia de Santiago. La vendió al poco tiempo para venirse a Yumbel a asociarse con González y hacer de éste el gran proyecto familiar.

“Llevamos un año para arriba”, dice ella, quien se ocupa de administrar todo. “A veces no lo podemos ni creer.  Vienen importadores y siguen y siguen llegando”, agrega González, contento de que vayan quedando atrás los difíciles primeros años, donde vivieron únicamente de ahorros y tuvo problemas con el socio con quien había comenzado este proyecto, en 2015. Hoy su único socio es Daniela. “Ella es la jefa y yo el obrero”,  dice seriamente.

La primera aproximación de González a Yumbel fue en 2012 por Tinto de Rulo, el proyecto que desarrolló —en paralelo a su trabajo como viticultor en Argentina y Chile— con dos agrónomos amigos. Son vinos de viñedos viejos, de secano, de Maule y Biobío.

Buscando uvas para ese proyecto conoció los suelos de Yumbel, cuyo carácter volcánico le da al país y a otras cepas una identidad especial. Conoció así también a Eduardo Valenzuela, Don Lalo, un productor de uva de la zona —de esos señores de campo cordiales, con el rostro levemente curtido por tanto sol— que ahora es una suerte de padrino de Estación Yumbel. Hacen negocios con él, pero en muchas cosas les ayuda desinteresadamente. No son cosas pequeñas. Les presta un camión como si nada.

Cuando González conoció este mundo, le encantó. “Sentí que era para mí. Yo soy rústico.” También le gustó lo arraigada que está la cultura del vino en Yumbel. “Aquí la gente toma vino”, dice apuntando en diferentes direcciones. “El caballero de enfrente es un profesor que hace vino para él. El vecino tiene unas viñitas, también hace vino. El de la esquina, un concejal, también. Todo el mundo hace vino”.

Pero su entusiasmo por los vinos del campo no es religioso. González tributa la tradición, pero la modifica. En el campo la gente fermenta sus vinos durante 10 días, porque esa es la receta heredada y se sigue como ley. González no. Fermenta hasta que se consuma toda el azúcar. “Si tiene que estar un mes, está un mes. La gente de acá me pregunta, “oiga, ¿y cuándo va a sacar el vino del lagar?’”.

“Nosotros hacemos pie de cuba [impulsar la fermentación con uvas ya fermentadas], cosechamos antes, cuando llega la uva no la tengo cuatro días sin fermentar, tapamos los lagares. Son modificaciones que uno le va haciendo a la tradición”.

Respecto a los lagares, cuenta que tiene una discusión amistosa con un productor de la escena que lo deja abierto aduciendo que así se hacía tradicionalmente. “Para mí es una mala práctica. Cuando haces pan y llegan las moscas, lo tapas. Y el vino para nosotros es un alimento, no quiero que caigan moscas ni gusanos”.

Otras veces habla contra la enología. Lamenta que a la zona lleguen profesionales jóvenes a asesorar a productores tradicionales diciéndoles que usen levaduras o sulfuroso. Las uvas de viejas parras de país no están acostumbradas al azufre, los vinos se desarman, se lamenta. “Todos los países buenos en Chile son sin sulfuroso o con sulfuroso bajito”.

En varias oportunidades termina algo con la frase “¡esto es vino nomás!”, como para recordar que no hay para qué complicarlo tanto, que en el campo se bebe y ya. Tal vez para recordarse a sí mismo, que puede conversar largamente de tipos de suelo, de exposiciones al sol, del efecto del raulí en los taninos y de cuestiones técnicas. Es como si batallaran en él algunas fuerzas en tensión. El pasado versus el presente, el campo versus la modernidad. Está el Mauricio González que se mimetiza con los campesinos de Yumbel, pero también el que despierta del sueño romántico, consciente de que revisitar el pasado no es lo mismo que habitar en él.  Como este proyecto recién comienza, hay batalla para rato. Además de vino, mucho vino.