Un par de copas de Borgoña barato


El niño está parado justo frente a la escalera mecánica. Debe tener unos ocho años, quizas siete. Lleva una mochila que es, al menos, la mitad de su tamaño, usa una camiseta del Real Madrid y se ha quedado paralizado allí, consumido por el pavor de tener que bajar esa escalera. Su madre, siguiendo el flujo de la gente que a esa hora atiborra el aeropuerto, no ha podido esperarlo o no ha querido, quizás con la intención ésa que tenemos los adultos de darle lecciones a los niños.

El niñó está ahí, interrumpiéndole el paso a todos. Algunos, como el señor que va justo delante mío, se preocupa y trata de calmarlo. Otros, más atrás, comiezan a lanzar pequeños silbidos, sonidos sutilmente guturales (es un aeropuerto en Inglaterra) de reprobación. Pero el niño no parece querer dar el paso, un pequeño paso que lo lleve a esa escalera de acero que baja y baja hasta donde está su madre. Y pasan quince, quizas veinte eternos segundo hasta que el señor junto a mí le dice algo al oido, le da una palmada en la espalda, lo toma de la mano, y ambos dan ese paso al mismo tiempo.

Una vez abajo, el niño lo primero que atina es a abrazar a su madre, sollozando. Ella, mientras tanto, lo único a lo que atina es a mirar a los que vienen tras su hijo bajando por esa escalera, como pidiendo disculpas. El hombre que lo ha ayudado a dar ese paso, le dice -para que todos lo oigan- que ha sido muy valiente, que debiera estar orgullosa su madre de tener un hijo como el que tiene. Pero el niño no parece escucharlo. Está abrazado a su madre.

¿Es que entendemos a los niños? O, mejor, ¿cuánto hemos olvidado nuestra infancia? Esos tiempos en que parecía que no había límites, que podíamos saltar una pared sin revisar antes lo que había al otro lado, eso tiempos en que nos pensábamos imnmortales. A veces a mi me sucede que los veo y me parecen marcianos, pequeños marcianos hablando una lengua que no entiendo, jugando a juegos que parecen ser más que juegos. Hay gente que incluso cree que ellos aprovechan el hecho de que nosotros los adultos hemos olvidado nuestra infancia y entonces hacen cosas, hablan cosas, mueven cosas que antes nosotros movíamos. Y se rien a nuestras espaldas porque saben que ya no recordamos lo que esos movimientos significan.

La República Luminosa, el tremendo libro de Andrés Barba. Si no lo han leido, debieran dejar esta pantalla de inmediato y correr a comprarlo. Y no sé en realidad que tiene que ver esto con vinos. Lo que sí se es que luego de ver a ese niño abrazado a su madre, metiendo su cabeza entre su vestido, lo primero que se me vino a la cabeza fue la novela de Barba y luego algo para beber. Lo que fuera. Y ese par de copas de borgoña barato, con sabor a cerezas confitadas y madera… bueno. Eso fue lo que encontré.