Fe y Vino, una historia en el sur.

Alvaro Tello

Julio 31.2018

Share

De partida, esto no se trata de iluminar los aspectos lúgubres de nuestra historia vitivinícola. Por el contrario, es dar cuenta que existe una importante brecha de omisión cuando de historia hablamos. Entonces, la idea sería más o menos la siguiente: algunos problemas y percepciones actuales de la viticultura chilena en particular y de la latinoamericana en general, no serían gran novedad, ya que han recorrido varios siglos. Por ejemplo, la idea de “Industria”.

Hasta cierto punto nos hemos reconciliado con términos que se deben a la creación de nuevas figuras comerciales, tales como “empresa vitivinícola”, o “industria”. El empresario a modo de gárgola vigilante sujeto a los pilares de su bodega, se ha disuelto en el ambiente. Es solo el dueño, o empresario, a secas. Las familias viñateras tradicionales (que curiosamente levantaron empresas) y periodistas como Rodrigo Alvarado Moore, a comienzos del dos mil dedicaron gruesos comentarios y columnas a esta nueva casta vitivinícola, que veía la actividad como un negocio decorativo, sin mucha más alma que la requerida para entender asuntos de contabilidad y marketing. Pero, ¿y si dijéramos que esto tampoco es nuevo, y que hace 400 años ya existían grandes empresarios vitivinícolas en Sudamérica? Y no, no fueron los conquistadores españoles.

Antiguas órdenes religiosas europeas como las de Cluny y Cister, entre los siglos X y XII, como organizaciones cristianas tempranas comenzaron a articular improvisadamente su modo vida, en base a votos, exigencias y concilios propios de una fe común. Esto no las exime de buscar formas de sustentación material. Una de ellas era establecer redes de contacto para la obtención de bienes y, por supuesto, administrar labores de agricultura básica. La viticulltura era una de esas fuentes. Después de Cristo, el vino dejó de ser un simple alimento. Era bajo credo, la misma sangre del hijo de Dios presente bajo el fenómeno de la transubstanciación: la sangre corre por la tierra, corre a través de las parras, por lo tanto, Dios hace el vino, el monje sólo traslada las uvas, cuida, reza, y espera. Este fue parte del credo borgoñés. Buscaban a través de la iluminación lo mejor que Dios proporcionaba, un suelo de soporte para la sangre, y una forma de hacer y saber, que a la larga término dándole raíz al término “vigneron”.

La orden de Cluny pasa a retiro cuando aparecen otras congregaciones haciendo votos de pobreza y austeridad, como la de Cister. Tres siglos más tarde, en 1534 Ignacio de Loyola funda la Compañía de Jesús, bajo el lema de “salvación y perfección de los prójimos”. En América, cubren el extremo norte en 1572, México, cuando franciscanos y dominicos ya habían iniciado labores agrícolas y misioneras. Pero estos nuevos cohabitantes utilizaron uvas locales, la vitis  americana o lambrusca, en conjunto con la europea, la misión. También conocida como país y criolla en el sur de América.

A través del Callao, Perú, los Jesuitas arriban a Santiago en Semana Santa de 1593. Al poco tiempo son recibidos por los vecinos de una pobre y devota aldea de Santiago, ante los cuales reúnen 3.916 pesos para que inicien su labor y establecimiento de una residencia. Su estrategia consistía en una hábil capacidad de obtener recursos a través de limosnas y donaciones, autoproclamándose como vanguardistas en asuntos evangelizadores y culturales. Este, fue sólo el comienzo de un largo matrimonio entre el vino y la iglesia , que dejó una insuperable huella en el continente americano.

Antiguos capitanes de la guerra de Arauco, como Andrés de Torquemada y Agustín Briceño, donan estancias y dinero, muchas de las cuales contaban con un viñedo como base. El 16 de octubre de 1595 abre sus puertas el colegiado de Santiago. Desde aquellos años comienza a vislumbrarse la capacidad de sostenimiento de la Compañía: establecen colegios y estancias bajo estrictas reglas autárquicas. Por sobre todo debe prevalecer el sostenimiento económico y material de cada temporalidad. De no ser efectivo, o sustentable, se ordena el cierre. Los viñedos proceden al arranque, y de reactivarse, vuelve a ser parte del núcleo de desarrollo. Inician de esta forma una verdadera jerarquización de bienes, en la cual el “nucleo” o colegio es la base y complejo económico por excelencia. Luego la estancia y predios agrícolas, residencias y bodegas. Los viñedos pasan a ser parte estructural del desarrollo, no tan sólo para culto; también formaron parte de los innumerables productos de venta e intercambio.

En 1646 el Padre Alonso de Ovalle, deja constancia de las actividades vitivinícolas en su libro de crónicas titulado Histórica Relación con el Reino de Chile. De entrada en la página 9, ofrece un breve pero detallado resumen de variedades y vinos presentes, de uvas como moscatel, torrontés, albillo y mollar. Y, por último, una última variedad a la que se refiere como “la común”, que también es negra. Probablemente está última descripción del padre Ovalle se dirige a la uva que conocemos como criolla, misión y país.

El reconocimiento de cepas permitió que en cada enclave donde se sostuviese un núcleo, el cultivo de una variedad de uvas fuese replicándose. Esto explicaría porqué variedades de uvas criollas como Torrontés (cruce parental de Listan Prieto o criolla, con Moscatel de Alejandría) se extendiese fuera del punto de cruce que, según investigadores como Pablo Lacoste, se habría producido en territorio argentino. Una variación de sinónimos territoriales nos brinda testimonio de su extensión y alcance. La variedad Torrontés Riojano de Argentina, fue reconocida por Claudio Gay a mediados del siglo XIX como Moscatel de Mendoza; en Marga Marga, como Moscatel de Frontignan y Moscatel Amarilla, y finalmente Torontel en Itata. Una misma cepa generó una variedad de sinónimos reconocibles.

El mismo Alonso de Ovalle habla de sus frecuentes cruces entre Cuyo y Chile, luego Aconcagua en cruce con Valparaíso y el valle de Quillota, y luego en dirección hacia el Mapocho. Por ese entonces la provincia cuyana pertenecía al Reino de Chile. Las cepas plantadas dieron vinos que cruzaron por todo el territorio hasta el Perú, bajo puertos y rutas comerciales establecidas por la Compañía con ayuda de encomenderos y estancieros. Fueron los grandes exportadores de vino en la colonia.

La viticultura inició una etapa de precisión que poco se ha calculado. Abocados al estudio e  ingeniería, buscaron lo mejores terrenos para el desarrollo de las uvas, establecieron cultivos en secano, en lomas, lejos de las vegas, y en casos puntuales y dependiendo de la geografía, calculaban escurrimientos para canalizar el agua, con tal que lograse acumularse para la temporada estival. Plantaron higueras, las que eran de bajo valor comercial, con tal que las aves comiesen sus frutos, y no las uvas. Las nuevas técnicas introducidas bajo propia inventiva, lograron que una hacienda como la de Calera de Tango, hoy en Maipo Costa, Chile, en 1771 llegase a producir alrededor de 30 mil litros de vino. Muy cerca a lo que producía la chacra de Puyuta, en San Juan, Argentina. Muy pocos litros, si tenemos en cuenta la chorrera que hoy puede producir una viña garage, pero un gran logro hace tres siglos, pensando en que eran vinos elaborados bajo el estricto orden canónico de la iglesia católica. No debían presentar defectos.

Se los obligaba a que estos no contuviesen agua, orujo, ácido tartárico o cítrico. Los Jesuitas se ajustaron a reglas de viticultura y vinos de calidad, domesticando una enorme porción de tierra para producirlos. Entre 1746 y 1758 cubrieron Chile desde Copiapo a Castro, incluyendo la provincia de Mendoza. Manteniendo su fuerza territorial en tres puntos estratégicos: Santiago, la provincia de Concepción, y la provincia cuyana.

En 1766 se produce en Madrid la revuelta conocida como el Motín de Esquilache. El rey Carlos III, bajo una fuerte influencia laicista, acusa a los Jesuitas de estar confabulados en la revuelta, ordenando en 1767 su expulsión de todos los territorios del reino. La Compañía abandona el país quedando todo los bienes a disposición del Real Erario, procediéndose a su confiscación y venta. Parte de los bienes pasan al Arzobispado, congregaciones menores y privados, la mayoría de estos, ya eran dueños de grandes estancias y fundos.

A través de la desintegración por hijuelas, el latifundio emerge en América como fuerza agrícola social dominante. El latifundio logra posicionarse por sobre la fe, influye en su guía y dirección. Cesan los avances en términos de vinificación, proliferando vinos de corta fermentación y aguardientes de baja calidad. Otras congregaciones como los franciscanos en México, los Sagrados Corazones en Marga Marga, Dominica Recoleta en Santiago, continuaron en parte con la obra, pero no con la misma energía capitalizadora. Ante tal, se diluye la influencia de la fe en la viticultura americana.

De haber continuado su labor, es complicado teorizar sobre un panorama alentador. A su expulsión, ya existían tensiones internas entre Jesuitas criollos y europeos. Entre congregados del Perú y Paraguay. Sin embargo, en términos de viticultura, ya estaban en el tope de sus capacidades: a su expulsión en 1767, el aparato productivo Jesuita contaba con 20 bodegas de vinos y licores desplegadas en todo el Reino de Chile. Mendoza, San Juan de Cuyo, Elqui, Colchagua, Magdalena y Cucha Cucha (ambas aún produciendo uvas en el valle de Itata) entre otras bodegas, formaron parte de la primera empresa pre-capitalista exitosa de Sudamérica.

Sólo faltaba lo inevitable, lo que consiguieron todas las congregaciones y órdenes europeas que, bajo credo y fe, creían en el fenómeno de la transubstanciación: observar, dimensionar y seleccionar los mejores suelos y climas, para que la sangre de Dios fluyese de la mejor manera. Créase o no e, independiente de prejuicios pro o contra la fenomenología religiosa, los jesuitas en América se sostuvieron rozando estos ideales. Las escasas notas y crónicas agrícolas ya hablaban de selección, observaron y detallaron el clima de Mendoza y los suelos chilenos. Ya eran dueños de los mejores terrenos de cultivo.  Digamos entonces que, en esta unión vino e iglesia congregacional, estuvimos cerca. Muy cerca.