Reporte Sudamérica 2018

Chile

Patricio Tapia

Mayo 25.2018

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Pipeños y conejos

Subiendo por un camino junto al caudaloso río Bío-Bío, y a unos 500 kilómetros al sur de Santiago, recogemos a don Ricardo, un hombre pequeño, de unos sesenta años, delgado y canoso. Dentro de su mochila lleva los seis conejos que ha logrado cazar hoy. Espera vender cada una de las piezas a unos dos mil pesos (US$3) en el mercado de San Rosendo, un pueblo cercano.


Dice, sin embargo, que la caza no ha estado buena. Los zorros se han comido más de la mitad de los conejos que cayeron en las trampas que él dejó en medio de la densa vegetación de la zona. En buenos días, cuenta, puede llevar hasta veinte animales al mercado. El aroma húmedo y penetrante de la carne impregna todo el interior del auto.

La ruta que serpentea junto al río no es más que un camino de tierra, estrecho, flanqueado por densos bosques, la mayor parte de pinos y de eucaliptus que las empresas forestales han plantado aquí desde la década de los 50, transformando el paisaje y también dejando casi en su mínima expresión la tradición de cultivar la viña. En ambas riberas del Bío-Bío, lo que se ve son extensos bosques de pinos y eucaliptus, a veces interrumpidos por araucarias, robles y castaños, los árboles nativos. Hay que poner mucha atención si es que se quiere divisar algún viñedo en medio de alguna empinada ladera. Aparecen como manchas.

Quienes compren los conejos que Don Ricardo ha cazado en esos parajes seguramente prepararán uno de los platos típicos de la zona, el conejo escabechado, un generoso guiso que incluye, además de la carne del conejo, diversas verduras y a veces también embutidos. El escabechado es, además, un fiel compañero del pipeño, el vino que los campesinos han producido en el sur de Chile por siglos, usando métodos totalmente artesanales y con uvas que trajeron los conquistadores españoles, como país o moscatel. De esos viejos viñedos, muchos de ellos de más de cien años, nace una tradición que es completamente ajena al desarrollo que ha tenido el vino moderno chileno, ese que se produce más al norte.

La palabra pipeño viene de “pipa”, el recipiente hecho de madera de raulí con el que los productores del Bío-Bío (y también de otros valles sureños como Maule e Itata), transportaban su vino de pueblo en pueblo para ofrecerlo a los locales. La tradición indica que es un vino joven, hecho para el consumo durante el año. De poco color y bajo grado de alcohol, sirve para apagar la sed mientras se trabaja en el campo. Sin embargo, no hay reglas establecidas para producir pipeño.Roberto Henríquez 

“Yo no quiero ser radical con la forma en la que se debe hacer el pipeño”, me dice Roberto Henríquez, un joven y energético enólogo que ha trabajado en bodegas del norte como Santa Ema o Santa Rita. Luego de trabajar para el Domaine Mosse, en Coteaux du Layon, Loire, decidió volver a su natal Bío-Bío
y hacer pipeños. “Pero si quisiera serlo –continúa–,  el pipeño cuando es tinto se debe hacer de cepa país porque es la más antigua en Chile y es la que todos los campesinos usan. También se debe despalillar con zarandas, (una reja a través de la cual se estruja la uva, hecha de coligüe, el bambú chileno), y fermentar solo el jugo en lagares de raulí. También debiera ser guardado en pipas para beberse como vino simple, refrescante, del año”, dice.

El pipeño, al menos el tinto, se relaciona con la cepa país, la uva que trajeron los conquistadores españoles al Nuevo Mundo. Por siglos lo único que se bebió en este lado del mundo fue este “país” que, de acuerdo a recientes estudios genéticos, es la listán prieto de las Islas Canarias. Hacia mediados del siglo XIX, sin embargo, llegaron a Chile y Argentina las primeras importaciones de cepas francesas: malbec, merlot y cabernet que muy pronto fueron adoptadas por los productores locales, relegando lentamente al país a un segundo lugar, como vino de clase inferior; el tinto que se bebe en las fondas, en los bares de pueblo.

Tuvo que pasar siglo y medio hasta que, hacia comienzos del 2000, el francés Louis-Antoine Luyt pusiera sus ojos en el país. “No entendía por qué nadie la tomaba en cuenta, si existía un gran patrimonio de viñedos muy viejos para hacer vinos”, dice Luyt, un francés menudo y algo hiperquinético que nació en Bretaña y lleva ya 18 años en Chile, encantado con las tradiciones vitícolas del campo chileno alrededor de la cepa país.  “El pipeño era el agua, el refresco y el alimento de la gente”.

Luyt hoy las oficia de négociant, embotellando el trabajo de pequeños productores de pipeño. Con la cosecha 2016, en total produjo nueve pipeños envasados para el mercado internacional, cada uno de distintos productores desde el valle del Maule al Bío Bío. “En total, yo creo que he probado 500 mil kilómetros de pipeño en todo Chile”, dice, sonriendo.

Eso que Luyt envasa es lo más cercano al vino tradicional del campo chileno, al vino que uno podría comprarle a cualquier campesino con un cartel de “se vende pipeño” pegado en el frontis de su casa. Sin embargo, hoy el país en general, y el pipeño en particular –gracias a la energía de Luyt–, viven un momento de revalorización. El establishment enológico chileno ya no mira con tanto desprecio al estilo, sobre todo porque afuera, tanto la prensa especializada como los sommeliers y una parte del trade, la más vanguardista, han apuntado que sí vale la pena, que no importa que no tenga tanto color o que tenga notas terrosas, porque el vino es rico, se bebe bien y, sobre todo, es auténtico, original y tiene una buena historia.

Louis Antoine Luyt

Es así como bodegas grandes como Concha y Toro, Ventisquero o San Pedro, han apostado por incluir país en sus catálogos y esto ha generado que hoy la variedad tenga dos caras bien marcadas. La primera es la que productores como Luyt envasan: vinos hechos sin tecnología, en envases de madera o cemento, con una mínima intervención a la hora de vinificarlos. Además, suelen carecer de la limpidez y el brillo de los vinos comerciales. Por el contrario, al ser vinos no filtrados o filtrados solo por gravedad, se ven turbios. En este grupo, echen un vistazo al trabajo de Cacique Maravilla, Renán Cancino, Tinto de Rulo o Pipeño de Chile.

Esa es una cara. La otra es la de los país hechos con tecnología, esos vinos en donde se cuida más la textura, tratando de calmar los taninos salvajes de la cepa, se privilegia la fruta para extraer todo ese lado deliciosamente frutal de la uva y se cuida mucho el aspecto para evitar esa turbidez, ofreciendo una cara mucho más limpia y brillante, más acorde con un vino de carácter comercial.

Se pueden decir muchas cosas sobre esta última cara. Se podría decir, por ejemplo, que es una traición al estilo, solo con intenciones mercantilistas. Y sí, puede que sea cierto. Sin embargo, hasta hace muy poco el país como cepa y el pipeño como estilo estaban a punto de extinguirse. Hoy se habla de ellos, están de moda, y eso es bueno porque hay cientos de viticultores de país en el sur de Chile que estaban al borde de quedarse en la calle y que hoy ven el futuro algo más brillante.

Es bueno porque el país es una cepa que se adapta a los nuevos gustos, esos que piden más acidez, más frescor. Pocas uvas mejores que el país en Chile para ofrecer esos vinos “de sed”. También es bueno porque el país ha permitido mostrar otra cara de Chile, hasta hace poco relacionada solo con un espíritu comercial, muy enfocado en lo que pide el consumidor, en vez de enfocarse en lo que el país puede ofrecer. Y bien también porque el país, cualquiera de sus dos caras, va bien con pernil, con longanizas y, por cierto, con el conejo escabechado de don Ricardo en el mercado de San Rosendo.

Nieve sobre Colchagua

Por alguna razón, desde donde estamos, el viñedo se cubre de un manto blanco. Lo que hasta hace apenas unos segundos era solo una superficie oscura, en medio de la noche, ahora gracias a quizás qué reflejo de la luna, se ha vuelto blanca como si hubiese nevado.

Es el año 2000 y estamos en el recién plantado viñedo de Viu Manent en Colchagua. Se llama El Olivar y es la primera viña que se aleja de las zonas planas y fértiles del valle, y se atreve sobre los suelos menos fértiles, más graníticos de las laderas, en busca de sabores no solamente nuevos, sino que también más profundos. Es una tendencia por esos años en la zona. Otros también lo hacen como Caliterra, Lapostolle y Luis Felipe Edwards.

Son tiempos de efervescencia en Colchagua. Un año antes se había creado la asociación de bodegas del Valle, Viñas de Colchagua, para promover el turismo y el nombre del lugar en el exterior. Se siente el entusiasmo. Hay vitalidad y energía, y el valle comienza a recibir turistas de todas partes en algo que es completamente inédito en Chile. Nunca se había visto que un valle se organizara así, que las bodegas se juntaran para promover un origen en común.

Han pasado ya casi dos décadas y Colchagua sigue siendo el valle mejor organizado en términos turísticos en Chile. Tiene buenos y variados hoteles (algo de lo cual, increíblemente, todos los demás valles carecen), una nutrida oferta gastronómica y tours bien organizados para quienes quieran descubrir el valle. Y sus vinos siguen siendo buenos, ahora adaptándose lentamente a las nuevas tendencias del mercado, esas que piden menos madera y mayor frescor, algo que no fue para nada habitual en esta zona. En términos de calidad absoluta, son tan buenos como los de las demás zonas de Chile, tan buenos como los de Maipo o Cachapoal.

Además, y como otros valles de Chile, también se ha descubierto a sí misma, plantando en lugares en donde antes no existían viñedos o se habían abandonado. Áreas costeras como Paredones (cuyo clima y topografía son muy similares a Leyda o las partes más cercanas al mar en Casablanca) o Los Lingues hacia Los Andes. Esto significa que el centro de Colchagua sigue siendo el punto neurálgico del valle, esos suelos fértiles en donde es fácil obtener vinos promedio, pero ahora Colchagua es más ancho y, de cierta forma, más arriesgado.

Poco a poco también el abanico se diversifica, abandonando la obsesión por las cepas típicas chilenas como el cabernet sauvignon o el carménère. Colchagua es una zona cálida y, por lo tanto, resulta lógico que uvas como la monastrell, la cariñena y la garnacha, junto con el syrah, tengan una mayor representación en el valle. Durante los últimos cinco años ha habido un gran interés de parte de los colchagüinos por estas cepas “mediterráneas” y los resultados son deliciosos.

Todo esto parece muy alentador. Y lo es. Pero por otro lado, en Chile están sucediendo tantas cosas, hay tanta noticia, que Colchagua parece haber perdido el protagonismo. Al menos en el reducido mundo de los fanáticos del vino o de la gente que, como yo, se gana la vida en esto, temas como el pipeño, Itata, los nuevos viñedos costeros de Aconcagua o las nuevas plantaciones -experimentales y no tanto- al sur de Chile, llaman más la atención que el lanzamiento de otro carménère colchagüino.

Como dije, los vinos de Colchagua son buenos, confiables. Pero hasta ahora todo se ha reducido al protagonismo de bodegas medianas a grandes, empresas que venden cientos de miles de botellas y necesitan, por lo tanto, cumplir con ciertos parámetros para complacer a un mercado más bien convencional. Hay poco espacio para innovar, poco espacio para jugar. Con bodegas de similar orientación, es normal entonces que la oferta comience a ser muy similar.

Este año, y por segundo año consecutivo, nos hemos juntado con un grupo de pequeños productores que poco y nada han tenido que ver con la fama de Colchagua, con su universo de turismo, ni tampoco han participado en Viñas de Colchagua, por lo tanto, han quedado al margen de todo este boom. Sus producciones son pequeñas, a veces hasta de solo doscientas o trescientas botellas, pero su mirada la mayor parte del tiempo es refrescante, muy distinta al establishment o, si lo prefieren, un Colchagua Off.

En la sección de catas ustedes podrán encontrar muchas de estas bodegas. Tengan en mente nombres como OWM, Nerkihue, Travesía, Lugarejo, Clos Santa Ana o Viña Nahuel, solo por nombrar algunas que forman parte de este otro Colchagua, uno que no necesariamente escucha el clamor del mercado, sino que más bien produce lo que ellos creen que es bueno.

Una apelación es un esfuerzo en común donde se necesitan muchas fuerzas. Sin embargo, hasta ahora en Colchagua esas fuerzas eran de similar magnitud. Este grupo, que no responde a ningún grupo, pero que  sí tiene cosas en común, ha llegado a darle esa energía alternativa que necesitaba el valle. Y así lo han entendido los pioneros en poner a Colchagua en el mapa, como José Miguel Viu.

20 años más tarde de esa noche en que El Olivar parecía blanco de nieve, Viu me comenta que sí, que es cierto, que Colchagua los necesita, necesita a estos “chicos” para renovar su energía y que esperan incorporarlos en sus actividades, hasta como socios de Viñas de Colchagua. Eso, al menos desde el punto de vista periodístico, sí que sería noticia.

En la búsqueda del sur

Atravesando el puente sobre el río Bío-Bío, el paisaje de Chile comienza a cambiar lentamente. El clima lluvioso hace que el verde se apodere de todo, pintando las lomas y las laderas, y también creando densos bosques sobre los montes, muchos de ellos plantados por los hombres, pero también unos que han estado allí desde siempre. Y después los lagos, las montañas nevadas, los ríos de aguas de un verde intenso y más allá los glaciares, cuando ya los más de cuatro mil kilómetros de extensión de este país comienzan a extinguirse.

El Bío-Bío es la frontera de la viticultura tradicional chilena. A ambas orillas aún queda una profunda tradición vitícola que ha logrado sobrevivir¡, pese a la tremenda presión de la industria maderera y a la industrialización del vino en la zona central. Allí también conviven emprendimientos nuevos de grandes bodegas como Agustinos, en la zona de Negrete, o Emiliana, en Mulchén.  Pero más al sur, la cultura vitícola se acaba. O se acababa hasta que, hacia mediados de los años 90, la bodega Aquitania comenzó a plantar en Traiguén, unos 600 kilómetros al sur de Santiago.

Los viñedos de chardonnay, pinot noir y sauvignon blanc que el socio de Aquitania, Felipe de Solminihac, plantó en el campo de sus suegros en Traiguén, son el comienzo de una viticultura sureña en Chile. Y a pesar de que han pasado más de 20 años, el valle de Malleco aún no se desarrolla del todo. Para poner las cosas en perspectiva, si en el Valle del Bío-Bío hay unas nueve mil hectáreas de viñedos, en Malleco apenas hay 54.

Es, por cierto, una zona mucho más compleja en términos climáticos. Llueve unas dos o tres veces más que, por ejemplo, en el Valle del Maipo, y eso hace que productores como William Fèvre, Volcanes de Chile o Alto Las Gredas sencillamente tengan años en que no producen uvas del todo. Sin embargo, cuando el clima acompaña, los vinos son excepcionales. Sol de Sol, el chardonnay que Aquitania produce desde la cosecha 2000 es uno de los viejos favoritos de Descorchados.

Sigamos más hacia el sur. La región de Osorno nunca conoció de viñedos hasta que en el 2000 el agrónomo Rodrigo Moreno convenció a Alejandro Herbach de plantar viñas en su predio de La Unión, a orillas del río Pilmaiquén. Hoy producen vinos, especialmente blancos, deliciosos en frescor. Contemporáneos a ellos también plantaron viñas los hermanos Porte, dos franceses dedicados a la industria maderera que, asesorados por Louis-Antoine Luyt, hoy producen Coteaux de Trumao, un pinot noir de esos que, por lo frescos y frutales, no se pueden parar de beber.Lago Ranco de Casa Silva

Completa la trilogía de esta nueva zona de Osorno, la bodega Casa Silva. La familia Silva tiene sus cuarteles centrales en el valle de Colchagua, pero su casa de veraneo está junto al lago Futrono, en un paisaje insuperable de montañas y bosques. Allí, en el 2006, plantaron algunas viñas de chardonnay, pinot noir y sauvignon blanc que, sobre todo con el sauvignon (bajo la marca Lago Ranco), han dado uno de los ejemplos más singulares de la cepa en Chile, lejos de los aromas herbales de sus contrapartes en Casablanca o Leyda, mucho más untuoso y con una acidez intensa
y vibrante.

Finalmente, el más extremo de los proyectos (comercialmente disponibles) hasta ahora es Puelo Patagonia, a orillas del Lago Taguatagua, unos 130 kilómetros al suroeste de Puerto Varas y a casi mil de Santiago. Su primera y única cosecha hasta ahora ha sido la 2014, con parras muy jóvenes plantadas el 2001. Las condiciones de clima allí son fieras. La estación de calor es muy corta y llueve unos dos mil milímetros al año, lo que les ha impedido obtener uvas todos los años. Esa primera producción de un pinot noir rojo, refrescante y jugoso apenas fue de 1.300 botellas, obtenidas de un viñedo de unas 1.400 plantas.

Hasta hace poco (y cuando hablo de “poco”, me refiero hasta hace unos 30 años) la creencia entre los productores de vinos en Chile era que solo la seguridad del Valle Central, los suelos fértiles, la comodidad de estaciones bien marcadas, abundante sol y lluvias localizadas solo en el invierno, eran el mejor lugar para producir vino. Pero muchos de los mejores vinos en el mundo o, al menos, muchos de los vinos con más carácter, nacen de zonas extremas, complejas en términos de topografía, clima o suelo. Esta nueva exploración hacia el sur de Chile hoy va en contra de esa comodidad, y aunque aún todo es muy incipiente, sobre todo en lugares extremos como Osorno o Puelo, los resultados han dado sabores que no conocíamos. Y eso es muy bueno.