Una tarde de verano de 1966

Patricio Tapia

Mayo 26.2018

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Y ahí está Coltrane, tocando su saxofón en el Festival de Newport. Es el verano de 1966. Julio. Lleva una camiseta celeste y pantalones negros. Su segunda mujer, Alice, toca el piano. Sonríe mientras lo toca. No parece seguir el ritmo, más bien parece una cómplice.

Esa tarde, Coltrane abre el show con My favorite things, una canción tomada de La Novicia Rebelde, la canción que lo ha llevado al estrellato, a la lista de los más vendidos algunos años atrás. Esta canción, en apariencia tan simple, Coltrane la lleva a un lugar extraño; le ha cambiado su estructura molecular. Pero suena familiar. En un comienzo es incluso posible de ser tarareada, pero tras eso hay una densidad que transporta. Y, claro, luego ya vienen esos chillidos que nacen desde su saxo. Las cosas comienzan a ponerse extrañas. Y entonces es que se hace imposible seguir el ritmo. Coltrane se ha ido a otro lugar. Vuela a través del espacio.

Se escuchan algunos aplausos, no muchos. El público, buena parte de él, no acostumbrado a esta última etapa –algo críptica– del maestro, se siente confundido en medio de los chillidos. Un año más tarde, y tras algunos meses de sentir un agudo dolor en el lado derecho de su abdomen, Coltrane moriría de cáncer al hígado. Pero ante esa audiencia, él aún no lo sabe. Está en su universo, su última etapa de investigación musical, una zona extraña para muchos (para mí, por ejemplo) en la que es muy difícil no solo seguirlo, sino que soportarlo.

Es julio de 1966 y Coltrane tiene 39 años. Y ha pasado por varias. Antes de llegar a la cúspide de su carrera, lo han expulsado de dos bandas en las que nadie siquiera habría soñado estar. Primero, en 1951, de la del reverenciado Dizzy Gillespie. Él lo ha echado a patadas por drogo. Y luego, apenas seis años más tarde, Miles Davis, el dios de todos los tiempos, lo ha mandado a la mierda no solo por heroinómano, sino sobre todo por borracho. El mítico quinteto de Miles Davis, el rey del cool, al que todo jazzista habría matado por pertenecer, la cuna de todo lo que vendría en el futuro del jazz universal, le acababa de decir a Coltrane que no, que sus demonios no tenían sitio allí. Es el invierno de 1957.

Se dice que fue la fuerza de su fe. Pasan semanas de autoreclusión, los fantasmas de su ídolo Charlie Parker (hecho pedazos gracias a la heroína, apenas dos años antes) se convierten en vómitos de abstinencia; la fiebre, las pesadillas y el sudor frío transformados en alaridos de dolor. Y Coltrane vuelve a la vida. Vuelve a Nueva York, sano, vivo, lleno de energía. Y es entonces cuando todo realmente comienza, cuando todo cobra valor. Coltrane, de cierta forma, se despliega.

Quedé enganchado con Coltrane apenas hace unos cuatro o cinco años. Comencé con su álbum “Ballads”, música suave y a la vez envolvente. Puedes seguirla con un “dubidubidu” mientras te bebes un negroni y todo parece estar tranquilo, todo parece estar en calma. Ese fue el punto de partida. De ahí no paré más y me escuché todo lo que hizo este hombre en sus cortos 40 años de vida. ¿Por qué me habrá pasado eso? No lo sé.  El hecho concreto es que me gustó, y me gustó tanto que me sumergí en su mundo y disfruté aún más mientras lo iba descubriendo y aprendiendo de él. Y no. No soy ni de cerca un experto en Coltrane. Lo que sí sé es que mientras más aprendo de su música, mientras más la escucho, más la disfruto. Así de simple.

Lo mismo sucede con el vino. Lo has bebido, lo has disfrutado, pero siempre como esa suave música de fondo a la que nunca le prestas mucha atención. Pero de pronto, algo hace click; una determinada armonía, un aroma, un sabor, y lo que hay allí dentro de esa copa entonces se despliega y te envuelve. Y ya. Ya estás atrapado. Y poco a poco te das cuenta de que, a medida que vas aprendiendo, a medida que vas descubriendo cosas de lo que está en esa copa, a medida que tus amigos te comienzan a considerar como al tipo al que hay que preguntarle sobre vinos, entiendes que lo disfrutas más, que mientras lo conoces lo entiendes y que el placer –para ponerlo en términos derechamente sensoriales– aumenta. Es así. Mientras más conoces de vinos (de libros, de música, de pintura, de jazz, de lo que sea), más grande es el placer.

Cumplimos 20 años por estos lados. Me gusta la idea de celebrarlos así, con esa idea: mientras más conoces de algo, potencialmente más lo puedes disfrutar. En este caso es Coltrane y su historia. Y también el vino y todo lo que se puede contar de él.