Un slogan de pasta de dientes

Patricio Tapia

Julio 14.2018

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En los últimos días se me ha venido a la cabeza Carmelo Patti, el productor de Agrelo, en Mendoza. Imagino que es la edad. A cierta edad uno se comienza a cansar de ciertas cosas, de ciertas actitudes; a cierta edad -lo voy aprendiendo- uno pierde la paciencia y así, inevitablemente, se va convirtiendo en un viejo de mierda.

La primera vez que conocí más a fondo el trabajo de Patti fue hacia fines de la década pasada, cuando nos preparábamos para iniciar la aventura de Descorchados en Argentina, algo que se materializaría un par de años más tarde. Eran años difíciles aquellos. Y difíciles sobre todo por el monopolio del gusto que imperaba en Argentina. La idea de tintos como golpes al mentón, radicalmente sobre extraídos, bloques de frutas maduras. Esos eran los vinos correctos. Lo demás no era posible.

Había cosas buenas, sin embargo, como que los enólogos aún no se habían convertido en las estrellas que hoy parecen ser y, claro, no existía Instagram o twitter o facebook, lugares que ellos han escogido para mostrar sus hazañas al mundo. Fuera de las luces, trabajaban persiguiendo ideas, como hormigas, despreocupados de los aplausos. “No me digas lo que haces, sólo hazlo” es una frase que hoy es totalmente contingente, pero que por esos años no habría tenido cabida.

Patti trabajaba. Fuera de las modas, aislado en su pequeña bodega de la Avenida San Martín, vivía -y vive aún- en su mundo de vinos austeros, pensados para largas guardas en botella, tintos que sólo te comienzan a hablar tras una década, vinos de otros tiempos. Si los López o los Weinert creen en la crianza en toneles, en lo que cree Patti es en la botella. Los tres, al menos para mí, están en lo cierto.

Y no había reporteros pululando por ahí ni tampoco a Patti parecía interesarle tenerlos cerca, ni menos le interesaba eso de aparecer en las revistas ni hablar de lo que hacía. El simplemente lo hacía. “En el juego del ajedrez, nunca se dice la palabra ajedrez.” Ese es un dicho que a él le cae perfecto.

La última vez que pude hablar con Patti, fue hace un par de años. Fue un encuentro breve. Habíamos quedado en una visita, pero por algún descuido en nuestras agendas, un grupo de turistas brasileros estaba ahí y, entre atender a un periodista y recibir a esos turistas (Patti siempre es el que recibe a todos allí) obviamente se quedó con los brasileros. Pero de todas formas alcanzamos a hablar de algunas cosas, como los problemas que había tenido con la cosecha o lo feliz que estaba de la evolución de su cabernet. Como siempre impecable, aunque sencillamente vestido, la piel áspera de sus manos su acento arrastrado de mendocino de campo. Me ofreció una sonrisa de despedida y se fue con sus brasileros.

Como les dije, lentamente me estoy convirtiendo en un viejo de mierda. Y ya casi no tengo paciencia para toda esa parafernalia, para todos esos lugares comunes que se arman en torno al vino, toda la poesía, las palabras afectadas sobre el trabajo, acompañadas de fotos igualmente sublimes. El sobre uso de la “pasión” hasta reducirla a un slogan de pasta de dientes; la idea de que los vinos tienen alma, como si de verdad la tuvieran y los flashes y las poses y la exhibición de la intimidad a través de las redes sociales como táctica de marketing.

Y como todo viejo de mierda, veo sólo la paja en el ojo ajeno. ¿Para que todas esas fotos de botellas que publicamos? ¿Por qué esos primeros planos de platos en restaurantes sofisticados? ¿Por qué esas selfies, abrazados a nuestros amigos enólogos/periodistas/viticultores/? ¿Y la necesidad imperiosa de contarle a todo el mundo que estamos en Borgoña o en Jerez? Carencias, seguro. No sé de qué tipo, pero sin duda carencias que, yo al menos, justifico como “parte de mi trabajo”, como “todos lo hacen y yo no me puedo quedar atrás”, como “tengo que venderme más.” Pelotudeces.

"Dime de lo que te jactas y te diré de lo que careces." Ese dicho debiera aparecer como advertencia antes de cada post que hacemos en Facebook. ¿Por qué tenemos que mostrar que nuestra vida de periodistas, enólogos, vendedores de vinos es tan tremendamente sublime? ¿Es que no sólo basta con recomendar lo que nos parece subrayable y, bueno, tomar esa foto? ¿Es que acaso eso de que “tenemos el mejor trabajo del mundo” no es tan cierto? Ante tamaño desplante de felicidad, yo al menos tiendo a dudar de tan grande alegría.

Y no. Yo soy de los que piensa que ni mi trabajo ni el de ustedes es una expresión de arte. No es más que una bebida, un alimento sobre la mesa que yo comunico y ustedes producen. No perdamos las proporciones. Ustedes son agricultores y nosotros, los periodistas, los sommeliers, contamos historias. Dejemos de creer que por que tenemos 300 likes, ya tenemos una comunidad, un grupo de fans, una tarea, un deber hacia ellos. Sumergido en su bodega de la Avenida San Martín, Carmelo Patti podría ser un buen punto de referencia de lo que debiéramos ser, pero también en lo que nos hemos convertido.